Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de
paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo
la enseñanza mística. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de
naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
--Querido mío, mi muy querido, acércate al cementerio y, una vez allí,
con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a
los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era
sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de
elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
--¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.
--Nada dijeron.
--En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda
suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón,
comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos
minutos, volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
--¿Qué te han respondido los muertos?
--De nuevo nada dijeron -repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
--Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los
insultos de los otros.
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